lunes, 12 de diciembre de 2011

Mi historia con el Kamishibai

Por Amalia Sato

Había una caja en mi familia, la usábamos para narrar las historias de láminas originales japonesas. En los cumpleaños algunas amigas me la pedían para animar las reuniones, siempre despertando curiosidad. Recuerdo funciones públicas en el Jardín japonés, en el espacio Giesso con las chicas de Zapatos Rojos en una deliciosa velada japonesa. Pero el boom vino en 2006, cuando gracias a una invitación de Lidia Blanco y el Centro Cultural de España se hizo un ciclo en la calle Paraná. Fue fundamental el trabajo del grupo inicial de artistas que se entusiasmaron y lograron transmitir su alegría, dibujando y redactando historias especialmente pensadas para el formato Kamishibai. Encontramos también carpinteros artesanos que reprodujeron la caja exactamente con sus puertas y la aleta superior que da profundidad. Creo que ya están circulando más de 60 cajas, a las que les hemos perdido la pista. Todo creciendo como una mancha de aceite o de tinta china en expansión constante.

El público es siempre una sorpresa, mientras en Japón era un teatro destinado a los niños, vemos que muchas veces son aquí los adultos los que se entregan al encanto del relato y el deslizarse de las láminas. Creo que es la conjunción del dibujo con el relato oral, un género que hasta se empleaba en la prédica religiosa en Japón, lo que fascina al público, que debe concentrar su vista en un escenario tan especial. Los talleres de Kamishibai que desarrollan los amigos, ver instalada la palabra con tanta naturalidad (como sushi, ikebana y tantos etc.), y sobre todo comprobar cómo el objeto caja genera tanto deseo deben considerarse un fenómeno en nuestro medio cultural, siempre ávido de novedades y de experimentaciones.

Nota publicada en el diario Página 12 / Las 12 (9 de Diciembre 2011)

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